“Diablo mami
tú sí ‘tá buena”, “Esa jeva ‘tá tó’ la vaina”, “Muñeca, te hago de tó’”. Estas
son apenas algunas frases que resuenan a diario en cualquier esquina
dominicana. Estos comentarios callejeros, conocidos como piropos, suelen venir
acompañados con miradas lascivas, silbidos intrusos y gestos obscenos.
Pudiera
causar asombro que muchas mujeres no los consideran como halagos, ni como algo
que ellas ‘piden’, ni una molestia inofensiva. Todo lo contrario. La realidad
es que estas supuestas lisonjas causan daño a la integridad de la mujer y su
acumulación puede hacer que las mujeres afectadas se sienten incomodas,
desvalorizadas y agredidas. Incluso, podría resultar que mujeres eviten lugares
determinados o crucen la calle para esquivar un grupo de ofensores potenciales.
Por lo tanto, el temor de comentarios sexistas puede limitar la libertad para
moverse en el espacio público.
La práctica
de lanzar piropos a mujeres en público está tan profundamente arraigada en
nuestra cultura y nuestras interacciones cotidianas que se dan por sentada y
raramente se cuestiona. Para muchas personas parece una conducta normal,
producto de la interacción cultural, y la mayoría de las mujeres ha aprendido a
aceptar, ignorar o soportarlos. Por supuesto, el problema no radica en los
piropos como tal, sino en la forma en que se utilizan. El núcleo de la
problemática es que un hombre desconocido se atribuye el derecho de comentar de
manera pública el cuerpo de una mujer.
Es
interesante que no vemos a ninguna mujer lanzando piropos como “Moreno, que
lindo culo” o “Diablo papi, ¿y tó’ eso es tuyo?” en las calles dominicanas. En
nuestra cultura, solo los hombres tienen licencia social de decir lo que ellos
quieran en el momento que lo deseen. Es una práctica normal que el hombre siempre
aborda y la mujer siempre calla. Este comportamiento revela que se considera el
cuerpo femenino como bien común que está dispuesto a someterse al placer
masculino. De hecho, son los hombres que tienen el poder de construir el rol
inferior de las mujeres y son ellos que tienen la autoridad de reducirlas a su
dimensión sexual.
Hablemos
claro acerca de esto. Hostigamiento callejero no es un cumplido, ni una
molestia menor, ni culpa de la mujer. Es un comportamiento de intimidación y
una expresión de la desigualdad de poder entre hombres y mujeres. Y sólo porque
es parte de nuestra cultura no significa que no debe ser cuestionado.
¿Cómo
responder? ¿Ignorarlo? ¡De ninguna manera! Es necesario y urgente hablar cuando
somos testigos de actos de hostigamiento público y tenemos que animar a más
mujeres a compartir sus experiencias. De este modo, podemos trabajar hacia una
cultura que no desestime acoso verbal como el precio que se paga por ser mujer.
En este
proceso es indispensable contar con el apoyo y la voluntad de los hombres. Es
una prueba de coraje para nuestros padres, hermanos, tíos, hijos y compañeros
de no ser espectadores, de no reír juntos con los ofensores, sino de intervenir
cuando una mujer está ante una situación incomoda. No debería ser una sorpresa
que la mejor estrategia de captar la atención de una mujer, y quizás ganar su
corazón, es muy simple: tratarla con respeto y dignidad.